Estatuas vivientes.

 

Empezó como todo avance tecnológico, la necesidad motiva la investigación y ésta empuja la humanidad hacia territorios desconocidos, tanto si lo queremos como si no. Una simple inyección bastaba para curar el cáncer, la gripe y cualquier otra enfermedad que pudiera padecer el cuerpo humano. La nanotecnología era realmente milagrosa, pero no dio un salto de gigante hasta que la inteligencia artificial la alcanzó y unieron fuerzas. Las nanomáquinas podían curar todas las enfermedades, pero eran de usar y tirar. Se inyectaban con órdenes para curar la enfermedad del paciente y, una vez cumplida su misión, eran eliminadas del cuerpo mediante un fuerte imán. Pero con la inteligencia artificial ya no era necesario retirar las nanomáquinas; un chip ubicado en la nuca se ocupaba de controlar a las nanomáquinas y, mediante la inteligencia artificial, detectaba la dolencia del paciente al instante y controlaba a las nanomáquinas para tratar dicha dolencia.

El chip mostraba las funciones vitales del sujeto en una pantalla rectangular del tamaño de un reloj de bolsillo; una línea verde palpitaba al ritmo del corazón del sujeto, si la pantalla se mostraba verde significaba que todo estaba en orden. Además, las nanomáquinas usaban las reacciones metabólicas del cuerpo para cargarse y alimentaban el chip con la misma energía lo que comportaba una autonomía ilimitada. El sistema estaba pensado para durar toda la vida del paciente.

La inteligencia artificial sólo tenía la salud del sujeto como primera orden y, aparte de ser efectivo contra absolutamente todo tipo de enfermedades, operaba a una velocidad vertiginosa. Llevar el chip en el cuello suponía inmunidad a toda enfermedad. Era tan efectivo, que los hospitales ni siquiera diagnosticaban a los pacientes, resultaba mucho más rápido y barato implantar un chip seguido de una inyección de nanomáquinas y dejar que la inteligencia artificial se encargase de curar al paciente ella sola. El uso del sistema se extendió y todos acabamos teniendo un chip en el cuello, y la medicina quedó obsoleta. Vivíamos felices con una línea verde en nuestra nuca, ignorantes de las consecuencias que este cambio acarrearía.

La primera señal fue una mancha verde en el brazo. Era una coloración azulada bajo la piel que se fue extendiendo hasta formar una mancha verde. Fue un cambio gradual que nos afectó a todos; la mía apareció en el brazo izquierdo. Hubo alarma social pero los doctores e ingenieros advirtieron que los chips seguían en verde y que la mancha no comportaba ningún riesgo para la salud. Aprendimos a ignorar las manchas y seguimos con nuestras vidas; e hicimos bien en aceptarlo, pues empezaron a aparecer más manchas por el cuerpo, manchas que salpicaban la piel aleatoriamente.

Sin embargo, las manchas no fueron el único cambio. Algo raro pasaba en la sociedad. Desaceleramos. Nos volvimos lentos y no nos dimos cuenta de ello. Lo que antes tardaba 5 minutos ahora tardaba 15. Yo mismo me di cuenta al ponerme a fregar los platos al mediodía y acabarlos por la noche. Habían pasado horas y no me había dado cuenta; era como un sueño, como si durmiera despierto. Atento a este hecho, era imposible ignorar lo que me rodeaba. Personas caminando por la calle a paso de procesión, vistiendo ropa de verano que dejaba expuestas las manchas verdes al aire a pesar de estar a mitades de noviembre, en plena ola de frío. La gente comía menos, las raciones de comida disminuyeron considerablemente en tamaño y se favorecían los platos crudos. Las relaciones personales se distanciaron sin romperse. El amor se convirtió en un vago recuerdo que se olvidó por completo. Nos convertimos en una especie de perezosos, sin bello corporal alguno pues se nos caía y no volvía a crecer; lo único que quedaba en nuestra piel eran las manchas verdes, cada vez más numerosas.

Tuve una revelación de camino al trabajo, un momento de lucidez que me despertó del sueño. Un hombre desnudo estaba de pie en medio de una plaza, inmóvil, mirando hacia el cielo con expresión de pez. Me acerqué y, al mirarle a los ojos, vi que sus pupilas eran grisáceas como el fondo de un cenicero. El hombre se quedó ciego mirando al sol fijamente. Mi primer instinto fue comprobar su chip en la nuca; estaba verde, no tenía ningún problema. Antes de que pudiera preguntarme qué le estaba pasando, una deliciosa sensación recorrió mi cuerpo. Me sentía a gusto, como un baño caliente en medio de una ventisca. Entonces, un escalofrío recorrió mi cuerpo. Fue mi momento de lucidez, la terrorífica realización que me sacó de la pesadilla. Me llevé la mano a la nuca y toqué el chip. Las nanomáquinas me estaban cambiando, nos estaban cambiando a todos. Miré a alrededor y atisbé a decenas de personas imitando al señor. Gente deteniéndose para recibir la luz del sol como letárgicos reptiles, rindiéndose al placer del sol.

Las calles se llenaron de ciegos que buscaban un hueco donde tomar el sol. Una vez encontraban su sitio, se quedaban y no volvían a moverse jamás, petrificados como estatuas. No estaban muertos, el chip en sus nucas seguía verde… pero ya no eran humanos.

Me encerré en casa y ya no he vuelto a salir. Hace tres meses que no he comido ni bebido agua. No tengo sed ni hambre, sólo una imperiosa necesidad por salir a que me dé el sol, pero no voy a salir, no quiero convertirme en una estatua.

Podría destruir las nanomáquinas con un imán y liberarme de la influencia del chip, pero no duraría mucho. Las nanomáquinas reemplazaron mi sistema inmune y una minúscula infección significaría mi muerte. Estoy a merced del chip, soy su esclavo.

Siento mi humanidad escapando mi cuerpo como arena deslizándose por los dedos de un puño. Lo único que me queda es escribir, escribir me hace sentir humano.

Si dejo caer el bolígrafo sucumbiré al sueño eterno como los demás. Si dejo de escribir…

-Dedicado a Stephen Hawking.

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