La anciana

¿Has sentido alguna vez cómo la frontera entre realidad y sueño desaparece? Los sueños empiezan a parecerte reales y la realidad empieza a distorsionarse, asemejándose cada vez más a un sueño. A mí me pasa cada noche. Todo empezó el día que vi aquella anciana; su rostro maldito no lo olvidaré jamás.

Estaba comprando fruta en el mercado, como hago cada semana. Inspeccionaba las naranjas pues era el fruto de temporada y, su color vistoso y las hojas verdes que aún colgaban de los tallos, me hacían saborear su dulce pero ácido sabor a través de mis ojos. Con una naranja en la mano, de las que aún conservaban la hoja que el agricultor no se molestó en cortar, mi campo visual quedó perturbado por una fuerte presencia. La parada de frutas estaba repleta de señoras haciendo lo mismo que yo, pero una señora resaltó por encima de las demás y cautivó mi atención del rabillo del ojo, era la anciana de la que os hablo. La cacé mirándome intensamente con sus ojos saltones. La piel oscura y azotada por el paso del tiempo daba un aspecto siniestro a su rostro. Un pañuelo negro cubría malamente su pelo fino y canoso dejando escapar pelos por todos lados; sus pupilas, como gotas de petróleo en un vaso de agua, flotaban con un ligero rumor en su iris y se clavaban como arpones en mi ser, como si quisiera sustraerme el alma con la mirada.

A pesar de esa escalofriante presencia, me quedé parado, sin dejar de mirarla y con la naranja de la hoja en mi mano. Un hechizo me tenía encadenado y no podía escapar de tal repentino encaro. Las manos me empezaron a transpirar con un sudor gélido, la naranja me resbaló de la mano y cayó de nuevo en el montón de la parada. Sentí frío, un frío diferente al de una ventosa mañana de invierno; el frío provenía de mi interior, como si el tuétano de mi espinazo se hubiese congelado formando una larga columna de hielo que recorría mi espalda y terminaba en la nuca. El sudor llegó a mi frente, unas gotas empezaron a humedecer mis cejas, el pánico se había apoderado de mí. La anciana no cesó en su inmutable mirada, pero algo se movió en su pañuelo. En su hombro izquierdo, apareció un gato que apenas debía tener unas semanas de vida. Era un gato de color gris, con un pelaje bien cuidado que contrastaba con el descuidado aspecto de la anciana. Mis ojos se movieron para encontrarse con los ambarinos ojos del gato, rompiendo el hechizo de la anciana. Parecía que el gato no estaba descontento por su postura, estaba sentado en su hombro como si la anciana lo sacara cada día a pasear de ese modo. Miré a los lados, las señoras seguían su compra con total normalidad, no se pararon a mirar con curiosidad a aquella anciana del gato perchado en el hombro. Mientras me preguntaba por qué nadie más se extrañaba con la presencia de la anciana, me di cuenta que el hechizo ya se había roto y podía moverme. Tenía la tentación de volver a mirarla, pero el miedo a quedar otra vez poseído por aquellos ojos encantados me hizo escapar a grandes pasos del mercado con las bolsas de la fruta vacías.

Desde aquel día, esa decrépita anciana se me aparece en sueños. Suele aparecer en medio de la nada, sentada en una silla de madera, siempre la misma recta y vieja silla, desde la cual me mira profundamente; sus ojos saltones, su tez arrugada con una expresión vacía; los veo cada noche. No suelo despertarme inmediatamente, el sueño continúa pero la imagen de la anciana se queda grabada en mi retina y cuando me despierto sigo viendo su sombra como una mancha en mi pupila. Por si fuera poco, mi familia me ha confirmado que sufro sonambulismo. Camino por casa en mi pijama y realizo tareas extrañas como regar la puerta de casa con un vaso de agua, tumbar las fotos de mi familia, esparcir sal sobre la mesa del comedor y dibujar líneas sinuosas sin sentido aparente… Pero siempre me despierto en la cama, como si no me hubiera levantado de ésta en toda la noche. Nunca recuerdo nada de lo que hago mientras duermo pero las pruebas de mis andadas nocturnas están ahí para demostrarlo. He padecido las oníricas visitas de la anciana durante semanas, pero lo que soñé ayer… no puedo describirlo con palabras.

Era de noche y me encontraba dando vueltas en la cama, intentando conciliar el sueño. Un instinto me pidió que cogiera el coche y me diese una vuelta por el barrio para airear la cabeza. Me gusta conducir sólo, sin ningún coche ni peatón que me estorbe, por eso no dudé en hacer caso a ese instinto aunque nunca hubiese conducido para coger sueño antes. Me fui al garaje con el pijama puesto y las zapatillas de andar por casa, y me metí en el coche. Las luces fluorescentes se abrieron al notar mi movimiento. Las puertas a la calle se abrieron al pulsar el botón de un mando del reposabrazos. Di marcha atrás cuando las puertas acabaron de abrirse y comencé mi conducción nocturna. Era agradable, las calles estaban vacías y no había ningún coche en la calzada salvo el mío, el cual se desplazaba suavemente por la carretera como el agua de un río tranquilo. La iluminación era pobre, las farolas no aportaban mucha luz pero los faros del coche bastaban, me conocía el barrio y no iba rápido. Al doblar una esquina me encontré con un bulto en la calzada que logré sortear al último momento con un golpe de volante. Continué mi marcha y desde el retrovisor pude ver cómo una cabeza emergía del bulto revelando su identidad; era un perro durmiendo en medio de la carretera. Con la mirada fijada en los ojos brillantes del retrovisor, no me percaté de la presencia de dos gatos que también dormían en la calzada. El coche pasó entre los dos evitando el accidente de milagro y respiré aliviado. Los ojos de los dos gatos se iluminaron en el retrovisor al igual que los del perro y desaparecieron por la siguiente esquina. Ya tenía suficiente con ambos sustos y decidí volver a casa, sólo había recorrido un par de manzanas así que no estaba muy lejos, el regreso sería rápido, o eso pensaba. Al doblar la siguiente esquina, entrando ya en el extremo opuesto de mi calle, me encontré con algo insólito que aún me aflige el pecho.

Un mar de ojos ambarinos se presentó ante mí flotando en la oscuridad de la calle como un enjambre de luciérnagas brillando en la noche, cerca de la orilla de un río. Eran perros y gatos; cientos de ellos. Se repartían por la acera y la calzada dejando al coche sin espacio libre para avanzar. Intenté frenar pero el coche no reaccionaba a los pisotones que daba al pedal del freno. Los animales no se alarmaron por las luces del coche ni por su inminente atropello y siguieron quietos en sus sitios como si no quisieran perder su puesto para dormir, mirándome con sus ojos brillantes. Noté cómo las ruedas iban pisando a los pobres animales a medida que avanzaba por la calle, pero éstos no gritaban ni producían un solo gimoteo a pesar de estar siendo atropellados brutalmente. Lo único que podía ver, como prueba de la tragedia, eran las dos líneas oscuras sin ojos brillantes que dejaban las ruedas del coche por el camino. No se apartaban, simplemente me miraban fijamente hasta que el coche acababa con sus vidas. Llegué a casa y apreté el botón para abrir el garaje. Las dos puertas se abrieron pero las luces no se llegaron a encender. Los fluorescentes fallaron enseguida dejando sólo una breve ráfaga de luz antes de sumergir el garaje y el coche a oscuras, dejando entrever una sombra en el garaje durante aquel breve tiempo de luz. El coche entró sólo a pesar de mis intentos de redirigirlo lejos de aquella boca de lobo que se había convertido mi garaje. La puerta se cerró dejándome en la más absoluta oscuridad. Con las manos agarradas al volante, me quedé inmóvil ante el espeluznante silencio de la noche. Entonces sentí el frío en la espalda, la anciana estaba ahí. Podía sentir su gélida presencia en la nuca. Alterado, salí del coche y grité con todas mis fuerzas:

-¿¡Dónde estás!?

Nada me respondió. Con la puerta del coche aún abierta, metí el brazo y encendí las luces largas. Dos focos de luz iluminaron la pared del garaje con intensidad, pero no había nada. Giré mi cabeza y atisbé algo con el rabillo del ojo, una estructura oscura ocupaba un rincón del garaje. Enfoqué los ojos y el corazón me dio un vuelco, la silla de la anciana reposaba vacía a apenas unos metros de mí, fuera del alcance de las luces del coche. Pero esta vez era distinta, el respaldo de la silla llegaba al techo y el asiento me llegaba a los hombros. Solté otro grito como si quisiera ahogar mi propio miedo con un bramido de coraje falso a la espera que la anciana apareciese sentada en la silla como había estado haciendo las últimas semanas. Pero no apareció. Dejé de gritar y el silenció envolvió el garaje de nuevo. Tres golpes seguidos y fortísimos a mis espaldas me provocaron un respingo que tenso hasta la última fibra muscular de mi cuerpo. Alguien acababa de golpear la puerta del garaje tres veces, como si llamara a la puerta de casa. Conseguí dar medio paso para girarme y vi algo me congeló la sangre. Una mano enorme asomaba sus dedos por debajo de la puerta del garaje. Cada dedo medía cerca de un metro y todos acababan en una roñosa uña larga y puntiaguda. La mano agarró la puerta metálica y la levantó sin problemas, forzando el sistema automático. La cara de la anciana apareció por arriba como si se hubiera convertido en un gigante de cuatro metros y necesitara agacharse para mirarme dentro del garaje. No tenía palabras, mi corazón se detuvo y los sudores fríos empaparon mi cara. La anciana sonrió al verme con sus ojos acuosos, mostrando varias hileras de dientes afilados que se asemejaban más a la dentadura de un tiburón que a la de un humano. Ese infierno de dientes cubría todo el ancho de su cara, sus comisuras llegando a tocar las orejas. Esa boca me podía comer de un solo bocado. La misma mano que abrió el garaje se extendió hacia mí agarrándome como si fuera un muñeco. No intenté escapar pues no podía moverme debido al intenso terror que sentía. Estaba paralizado y mi vista sólo podía concentrarse en esos aquellos dientes podridos que se abrieron al acercarme a ellos y… entonces desperté.

Respiré aliviado pues sólo era un sueño. El corazón me latía como si acabara de correr una maratón y la garganta seguía encogida. Tenía la cara empapada de sudor, miré por la ventana. Era de día, estaba a salvo, aquella boca no me comió. Me duché como otro día cualquiera, desayuné y me dispuse a ir a trabajar. Al bajar al garaje, pero, vi algo que quisiera no haber visto. Las ruedas de mi coche estaban tintadas de rojo carmesí y la puerta del garaje presentaba un bollo hacia dentro, como si alguien la hubiese golpeado con una maza desde fuera. A pesar de estas escalofriantes señales, y en contra de mi mejor juicio, fui a trabajar a la oficina como de costumbre. No le dije a nadie lo de mi sueño ni por qué el dibujo de las ruedas de mi coche brillaba bajo el sol con tonos granates. Al volver a casa, vi restos de sangre en la calzada antes de llegar a mi garaje. Aparqué en la calle, algo que no he hecho en años y entré por la puerta principal.

Son las dos de la mañana y no puedo dormir. Mientras escribo esto, no puedo evitar mirar la cama que tengo a mis espaldas. Mi mano tiembla sobre el papel con el miedo de irme a dormir y encontrarme con la anciana de nuevo. Tengo sueño, mi cuerpo quiere dormir pero no me lo puedo permitir; puede que, si me duermo, no vuelva a despertarme nunca más.

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